¿Qué significa para ti trabajar con personas privadas de la libertad?

Para mí, trabajar con personas privadas de libertad va mucho más allá de una acción social o un programa institucional. Es una experiencia profundamente humana que me confronta, me transforma y me sana.

Cada vez que ingreso a un penal, llevo conmigo no solo herramientas de apoyo emocional o palabras de aliento. Llevo mi historia, mis heridas y el deseo profundo de que nadie sea reducido a sus errores.

Este trabajo me ha enseñado que, incluso en los contextos más difíciles, existe una fuerza interior capaz de resistir, sanar y renacer. He sido testigo de procesos de cambio reales: hombres y mujeres que se atreven a mirar hacia adentro, reconocer sus fallas y luchar por una segunda oportunidad.

Acompañarlos en ese camino es un privilegio. Porque mientras ellos recuperan su dignidad, yo también he sanado partes de mí que estaban rotas.

Este trabajo me recuerda todos los días que la libertad verdadera no siempre se encuentra afuera… sino dentro de nosotros.

¿Puedes compartir una experiencia significativa que te haya conmovido o transformado en tu labor dentro del programa?

Recuerdo una vez, durante una charla en un penal, que una mujer me miró con los ojos llenos de lágrimas y me dijo: “Gracias por hablarnos como si fuéramos personas. Aquí adentro se nos olvida que todavía lo somos.”

Esa frase se me quedó clavada en el corazón. Ese día comprendí con más fuerza que a veces no se trata de grandes discursos, sino de presencia: de mirar al otro con respeto, con humanidad.

Ella luego me compartió que, desde que está presa, no recibe visitas; su familia le dio la espalda. Me dijo que estaba a punto de rendirse, pero algo en lo que compartimos ese día la hizo volver a creer, no en los demás, sino en ella misma. Salí de esa charla con una mezcla de emociones: conmovida, agradecida y también consciente del poder que puede tener una sola palabra, una mirada, un gesto sincero.

Esa experiencia me ha transformado. Me ha hecho entender que en cada encuentro tengo la oportunidad de sembrar esperanza. Y que, a veces, quienes estamos afuera también somos los que más necesitamos despertar.

¿Qué desafíos has enfrentado en tu rol y cómo los has superado o resignificado?

Ha habido momentos en los que me he sentido impotente, cansada, e incluso he llegado a preguntarme si realmente estoy haciendo alguna diferencia.

También he enfrentado prejuicios: los de afuera, que cuestionan por qué ayudar a “esa gente”, y los de adentro, que a veces dudan de nuestras intenciones. Al principio, algunos me han mirado con desconfianza: “¿Qué vas a venir tú a enseñarnos?”

Pero con el tiempo he aprendido a resignificar esos desafíos. He entendido que no tengo que cargar con todo ni salvar a nadie, porque no soy salvadora: soy acompañante. Y he descubierto que mi mayor herramienta no es lo que digo, sino cómo me presento: con empatía, sin juicio, con humanidad.

He transformado el dolor en motor, los prejuicios en oportunidades para educar, y el cansancio en pausas necesarias para cuidar de mí misma y seguir firme en este camino.

¿Qué crees que aporta este programa a la transformación social, y qué te gustaría que más personas comprendieran sobre este trabajo?

Este programa no solo transforma la vida de las personas privadas de libertad; también transforma la manera en que la sociedad las mira. Trabajar con ellas es apostar por una justicia restaurativa, por una segunda oportunidad, por la convicción de que el ser humano no se define por su peor error, sino por su capacidad de cambiar.

Cuando una persona en prisión se reconcilia consigo misma, reconoce el daño que causó y comienza un proceso de sanación interior, también está sembrando una semilla de paz que va mucho más allá de los muros. Eso tiene impacto en sus familias, en su comunidad y en la cultura de castigo que tanto daño nos ha hecho como sociedad.

Lo que me gustaría que más personas comprendieran es que este trabajo no es un acto de caridad. Es un acto de justicia, de dignidad y de humanidad. No se trata de justificar delitos, sino de creer que todos merecemos ser vistos como personas, incluso cuando hemos fallado. Si queremos una sociedad más segura, más empática y menos violenta, no basta con castigar. Tenemos que atrevernos a mirar el dolor que hay detrás de cada historia y crear espacios reales de transformación.